21.
Donde se prosiguen las bodas de Camacho, con otros gustosos sucesos
Cuando estaban don Quijote y Sancho en las
razones referidas en el capítulo antecedente, se oyeron grandes voces y gran
ruido, y dábanlas y causábanle los de las yeguas, que con larga carrera y grita
iban a recebir a los novios, que, rodeados de mil géneros de instrumentos y de
invenciones, venían acompañados del cura, y de la parentela de entrambos, y de
toda la gente mas lucida de los lugares circunvecinos, todos vestidos de fiesta.
Y como Sancho vio a la novia, dijo:
-A buena fe que no viene vestida de
labradora, sino de garrida palaciega. ¡Pardiez, que según diviso, que las
patenas que había de traer son ricos corales, y la palmilla verde de Cuenca es
terciopelo de treinta pelos! ¡Y montas que la guarnición es de tiras de lienzo
blanco! ¡Voto a mí que es de raso! Pues ¡tomadme las manos, adornadas con
sortijas de azabache! No medre yo si no son anillos de oro, y muy de oro, y
empedrados con pelras blancas como una cuajada, que cada una debe de valer un
ojo de la cara ¡Oh, hideputa, y qué
cabellos; que sí no son postizos, no los he visto más luengos ni más rubios en
toda mi vida! ¡No, sino ponedla tacha en el brío y en el talle, y no la comparéis
a una palma que se mueve cargada de racimos de dátiles; que lo mesmo parecen
los dijes que trae pendientes de los cabellos y de la garganta! Juro en mi
ánima que ella es una chapada moza, y que puede pasar por los bancos de
Flandes.
Rióse don Quijote de las rústicas
alabanzas de Sancho Panza; parecióle que fuera de su señora Dulcinea del Toboso
no había visto mujer más hermosa jamás. Venía la hermosa Quiteria algo
descolorida, y debía de ser de la mala noche que siempre pasan las novias en
componerse para el día venidero de sus bodas. Ibanse acercando a un teatro que
a un lado del prado estaba, adornado de alfombras y ramos, adonde se habían de
hacer los desposorios, y de donde habían de mirar las danzas y las invenciones;
y a la sazón que llegaban al puesto, oyeron a sus espaldas grandes voces, y una
que decía:
-Esperaos un poco, gente tan inconsiderada
como presurosa.
A cuyas voces y palabras todos volvieron
la cabeza, y vieron que las daba un hombre vestido, al parecer, de un sayo
negro jironado de carmesí a llamas. Venía coronado (como se vio luego) con una
corona de funesto ciprés; en las manos traía un bastón grande. En llegando más
cerca fue conocido de todos por el gallardo Basilio, y todos estuvieron
suspensos, esperando en qué habían de parar sus voces y sus palabras, temiendo
algún mal suceso de su venida en sazón semejante.
Llegó, en fin, cansado y sin aliento, y
puesto delante de los desposados, hincando el bastón en el suelo, que tenía el
cuento de una punta de acero, mudada la color, puestos los ojos en Quiteria,
con voz tremente y ronca, estas razones dijo:
-Bien sabes, desconocida Quiteria, que
conforme a la santa ley que profesamos, que viviendo yo, tú no puedes tomar
esposo; y juntamente no ignoras que por esperar yo que el tiempo y mi
diligencia mejorasen los bienes de mi fortuna, no he querido dejar de guardar
el decoro que a tu honra convenía; pero tú, echando a las espaldas todas las
obligaciones que debes a mi buen deseo, quieres hacer señor de lo que es mío a
otro, cuyas riquezas le sirven no sólo de buena fortuna, sino de bonísima
ventura. Y para que la tenga colmada, y no como yo pienso que la merece, sino
como se la quieren dar los cielos, yo, por mis manos, desharé el imposible o el
inconveniente que puede estorbársela, quitándome a mí de por medio. ¡Viva, viva
el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y muera, muera
el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las alas de su dicha y le puso en la
sepultura!
Y diciendo esto, asió del bastón que tenía
hincado en el suelo, y quedándose la mitad dél en la tierra, mostró que servía
de vaina a un mediano estoque que en él
se ocultaba; y puesta la que se podía llamar empuñadura en el suelo, con
ligero desenfado y determinado propósito se arrojó sobre él, y en un punto
mostró la punta sangrienta a las espaldas, con la mitad del acerada cuchilla,
quedando el triste bañado en su sangre y tendido en el suelo, de sus mismas
armas traspasado.
Acudieron luego sus amigos a favorecerle,
condolidos de su miseria y lastimosa desgracia; y dejando don Quijote a
Rocinante, acudió a favorecerle y le tomó en sus brazos, y halló que aún no
había expirado. Quisiéronle sacar el estoque; pero el cura, que estaba
presente, fue de parecer que no se le sacasen antes de confesarle, porque el
sacársele y el expirar seria todo a un tiempo. Pero volviendo un poco en si
Basilio, con voz doliente y desmayada dijo:
-Si quisieses, cruel Quiteria, darme en
este último y forzoso trance la mano de esposa, aún pensaría que mi temeridad
tendría disculpa, pues en ella alcancé el bien de ser tuyo.
El cura oyendo lo cual, le dijo que
atendiese a la salud del alma, antes que a los gustos del cuerpo, y que pidiese
muy de veras a Dios perdón de sus pecados y de su desesperada determinación. A
lo cual replicó Basilio que en ninguna manera se confesaría si primero Quiteria
no le daba la mano de ser su esposa: que aquel contento le adobaría la voluntad
y le daría aliento para confesarse.
En oyendo don Quijote la petición del
herido, en altas voces dijo que Basilio pedía una cosa muy justa y puesta en
razón, y además, muy hacedera, y que el señor Camacho quedaría tan honrado
recibiendo a la señora Quiteria viuda del valeroso Basilio como si la recibiera
del lado de su padre:
-Aquí no ha de haber más de un sí
que no tenga otro efecto que el pronunciarle, pues el tálamo de estas bodas ha
de ser la sepultura.
Todo lo oía Camacho, y todo le tenía
suspenso y confuso, sin saber qué hacer ni qué decir; pero las voces de los
amigos de Basilio fueron tantas, pidiéndole que consintiese que Quiteria le
diese la mano de esposa, porque su alma no se perdiese, partiendo desesperado
desta vida, que le movieron, y aun forzaron, a decir que si Quiteria quería
dársela, que él se contentaba, pues todo era dilatar por un momento el
cumplimiento de sus deseos.
Luego acudieron todos a Quiteria, y unos
con ruegos, y otros con lágrimas, y otros con eficaces razones, la persuadían
que diese la mano al pobre Basilio; y ella, mas dura que un mármol y más sesga
que una estatua, mostraba que ni sabía, ni podía, ni quería responder palabra;
ni la respondiera si el cura no la dijera que se determinase presto en lo que
había de hacer, porque tenía Basilio ya el alma en los dientes, y no daba lugar
a esperar inresolutas determinaciones.
Entonces la hermosa Quiteria, sin
responder palabra alguna, turbada, al parecer triste y pesarosa, llegó donde
Basilio estaba ya los ojos vueltos, el aliento corto y apresurado, murmurando
entre los dientes el nombre de Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y
no como cristiano. Llegó, en fin, Quiteria, y puesta de rodillas, le pidió la
mano por señas, y no por palabras. Desencajó los ojos Basilio, y mirándola
atentamente, le dijo:
-¡Oh Quiteria, que has venido a ser
piadosa a tiempo, cuando tu piedad ha de servir de cuchillo que me acabe de
quitar la vida, pues ya no tengo fuerzas para llevar la gloria que me das en
escogerme por tuyo, ni para suspender el dolor que tan apriesa me va cubriendo
los ojos con la espantosa sombra de la muerte! Lo que te suplico es, ¡oh fatal
estrella mía!, que la mano que me pides y quieres darme no sea por
cumplimiento, ni para engañarme de nuevo, sino que confieses y digas que, sin
hacer fuerza a tu voluntad, me la entregas y me la das como a tu legitimo
esposo; pues no es razón que en un trance como éste me engañes, ni uses de fingimientos
con quien tantas verdades ha tratado contigo.
Entre estas razones, se desmayaba; de
modo, que todos los presentes pensaban que cada desmayo se había de llevar el
alma consigo. Quiteria, toda
honesta y toda vergonzosa, asiendo con su derecha mano la
de Basilio, le dijo:
-Ninguna fuerza hiera bastante a torcer mí
voluntad; y así, con la más libre que tengo te doy la mano de legítima esposa,
y recibo la tuya, si es que me la das de tu libre albedrío, sin que la turbe ni
contrate la calamidad en que tu discurso acelerado te ha puesto.
-Sí doy -respondió Basilio-, no turbado,
ni confuso, sino con el claro entendimiento que el cielo quiso darme, y así me
doy y me entrego por tu esposo.
-Y yo por tu esposa -respondió Quiteria-,
ahora vivas largos años, ahora te lleven de mis brazos a la sepultura.
-Para estar tan herido este mancebo –dijo
a este punto Sancho Panza-, mucho habla: háganle que se deje de requiebros, y
que atienda a su alma, que, a mi parecer, más la tiene en la lengua que en los
dientes.
Estando, pues, asidos de las manos Basilio
y Quiteria, el cura, tierno y lloroso, los echó la bendición y pidió al cielo
diese buen poso al alma del nuevo desposado; cl cual, así como recibió la
bendición, con presta ligereza se levantó en pie, y con no vista desenvoltura
se sacó el estoque, a quien servia de vaina su cuerpo. Quedaron todos los
circunstantes admirados, y algunos dellos, más simples que curiosos, en altas
voces comenzaron a decir:
-¡Milagro, milagro!
Pero Basilio replicó:
-¡No «milagro, milagro», sino industria,
industria!
El cura, desatentado y atónito, acudió con
ambas manos a tentar la herida, y halló que la cuchilla había pasado, no por la
carne y costillas de Basilio, sino por un cañón hueco de hierro que, lleno de
sangre, en aquel lugar bien acomodado tenía, preparada la sangre, según después
se supo, de modo que no se helase.
Finalmente, el cura y Camacho con todos
los más circunstantes se tuvieron por burlados y escarnidos. La esposa no dio
muestras de pesarle de la burla; antes oyendo decir que aquel casamiento, por
haber sido engañoso, no había de ser valedero, dijo que ella le confirmaba de
nuevo; de lo cual coligieron todos que de consentimiento y sabiduría de los dos
se había trazado aquel caso; de lo que quedo Camacho y sus valedores tan
corridos, que remitieron su venganza a las manos, y desenvainando muchas
espadas, arremetieron a Basilio, en cuyo favor en un instante se desenvainaron
casi otras tantas; y tomando la delantera a caballo don Quijote, con la lanza
sobre el brazo y bien cubierto de su escudo, se hacía dar lugar de todos.
Sancho, a quien jamás pluguieron ni solazaron semejantes fechurías, se acogió a
las tinajas donde había sacado su agradable espuma, pareciéndole aquel lugar
como sagrado, que había de ser tenido en respeto. Don Quijote a grandes voces
decía:
-Teneos, señores, teneos; que no es razón
toméis venganza de los agravios que el amor nos hace; y advertid que el amor y
la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y
acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las
contiendas y competencias amorosas se tienen por buenos los embustes y marañas
que se hacen para conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y
deshonra de la cosa amada. Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por
justa y favorable disposición de los cielos. Camacho es rico, y podrá comprar
su gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no tiene más desta oveja, y no
se la ha de quitar alguno, por poderoso que sea, que a los dos que Dios junta
no podrá separar el hombre; y el que lo intentare, primero ha de pasar por la
punta desta lanza.
Y en esto la blandió tan fuerte y tan
diestramente, que puso pavor en todos los que no le conocían; y tan
intensamente se fijó en la imaginación de Camacho el desdén de Quiteria, que se
la borró de la memoria en un instante; y así, tuvieron lugar con él las
persuasiones del cura, que era varón prudente y bien intencionado, con las
cuales quedó Camacho y los de su parcialidad pacíficos y sosegados; en señal de
lo cual volvieron las espadas a sus lugares, culpando más a la facilidad de
Quiteria que a la industria de Basilio; haciendo discurso Camacho que si
Quiteria quería bien a Basilio doncella, también le quisiera casada, y que
debía de dar gracias al cielo más por habérsela quitado que por habérsela dado.
Consolado, pues, y pacifico Camacho y los
de su mesnada, todos los de la de Basilio se sosegaron, y el rico Camacho, por
mostrar que no sentía la burla, ni la estimaba en nada, quiso que las fiestas
pasasen adelante como si realmente se desposara; pero no quisieron asistir a
ella Basilio ni su esposa ni secuaces, y así, se fueron a la aldea de Basilio;
que también los pobres virtuosos y discretos tienen quien los siga, honre y
ampare como los ricos tienen quien los lisonjee y acompañe.
Lleváronse consigo a don Quijote,
estimándole por hombre de valor y de pelo en pecho. A solo Sancho se le
escureció el alma, por verse imposibilitado de aguardar la espléndida comida y
fiestas de Camacho, que duraron hasta la noche; y así, asenderado y triste
siguió a su señor, que con la cuadrilla de Basilio iba, y así se dejó atrás las
ollas de Egipto, aunque las llevaba en el alma; cuya ya casi consumida y
acabada espuma, que en el caldero llevaba, le representaba la gloria y la
abundancia del bien que perdía; y así, congojado y pensativo, aunque sin
hambre, sin apearse del rucio, siguió las huellas de Rocinante.