Llegó Sancho a su amo marchito y
desmayado, tanto, que no podía harrear a su jumento. Cuando así le vio don
Quijote, le dijo.
-Ahora acabo de creer, Sancho bueno, que
aquel castillo o venta es encantado, sin duda; porque aquellos que tan
atrozmente tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente
del otro mundo? Y confirmo esto por haber visto que cuando estaba por las
bardas del corral mirando los actos de tu triste tragedia, no me fue posible
subir por ellas, ni menos pude apearme de Rocinante, porque me deban de tener
encantado: que te juro por la fe de
quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te hiciera vengado, de manera
que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla para siempre,
aunque en ello supiera contravenir a las leyes de la caballería,
que, como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano
contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propia vida y persona, en
caso de urgente y gran necesidad.
-También me vengara yo si pudiera, fuera o
no fuera armado caballero, pero no pude: aunque tengo para mi que aquellos que
se holgaron conmigo no eran fantasmas ni hombres encantados. como vuestra
merced dice, sino hombres de carne y de hueso, como nosotros; y todos, según
los oí nombrar cuando me volteaban, tenían sus nombres: que el uno se llamaba
Pedro Martínez. y el otro Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba
Juan Palomeque el Zurdo. Así que, señor, el no poder saltar las bardas del
corral, ni apearse del caballo, en ál estuvo que en encantamentos. Y lo que yo
saco en limpio de todo esto es que estas aventuras que andamos buscando, al
cabo al cabo nos han de traer a tantas desventuras, que no sepamos cuál es
nuestro pie derecho. Y lo que sería mejor y más acertado, según mi poco
entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar, ahora que es tiempo de la
siega y de entender en la hacienda, dejándonos de andar de Ceca en Meca y de
zoca en colodra, como dicen.
-¡Qué poco sabes, Sancho -respondió don
Quijote-. de achaque de caballería! Calla y ten paciencia; que día vendrá donde
veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no,
dime: ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o qué gusto puede igualarse
al de vencer una batalla y al de triunfar de su enemigo? Ninguno, sin duda
alguna.
-Así debe de ser -respondió Sancho-,
puesto que yo no lo sé; sólo sé que después que somos caballeros andantes, o
vuestra merced lo es (que yo no hay para qué me cuente en tan honroso número),
jamás hemos vencido batalla alguna, si no fue la del vizcaíno. y aun de aquélla
salió vuestra merced con media oreja y media celada menos; que después acá todo
ha ido palos y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el
manteamiento, y haberme sucedido por personas encantada., de quien no puedo
vengarme, para saber hasta dónde llega el gusto del vencimiento del enemigo,
como vuestra merced dice.
-Esa es la pena que yo tengo y la que tú
debes tener, Sancho -respondió don Quijote-; pero de aquí adelante yo procuraré
haber a las manos alguna espada hecha por tal maestría, que al que la trujere
consigo no le puedan hacer ningún género de encantamentos; y aun podría ser que
me deparase la Ventura aquella de Amadís, cuando se llamaba el Caballero de
la Ardiente Espada, que fue una de las mejores espadas que tuvo caballero
en el mundo, porque, fuera que tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja,
y no había armadura, por fuerte y encantada que fuese, que se le parase
delante.
-Yo soy tan venturoso -dijo Sancho-, que
cuando eso fuese y vuestra merced viniese a hallar espada semejante, sólo
vendría a servir y aprovechar a los armados caballeros, como el bálsamo; y a
los escuderos, que se los papen duelos.
-No temas eso, Sancho -dijo don Quijote-;
que mejor lo hará el cielo contigo.
En estos coloquios iban don Quijote y su
escudero, cuando vio don Quijote que por el camino que iban venía hacia ellos
una grande y espesa polvareda; y en viéndola, se volvió a Sancho y le dijo:
-Este es el día, ¡oh Sancho!, en el cual
se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte; éste es el día, digo, en
que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el
que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la Fama por todos
los venideros siglos. ¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues
toda es cuajada de un copiosísimo ejército que de di versas e innumerables
gentes por allí viene marchando.
-A esa cuenta, dos deben de ser –dijo
Sancho-; porque desta parte contraria se levanta asimesmo otra semejante
polvareda.
Volvió a mirarlo don Quijote, y vio que
así era la verdad; y alegrándose sobremanera, pensó, sin duda alguna, que eran
dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de aquella
espaciosa llanura. Porque tenía a todas horas y momentos llena la fantasía de
aquellas batallas, encantamentos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en
los libros de caballerías se cuentan, y todo cuanto hablaba, pensaba, o hacía,
era encaminado a cosas semejantes; y la polvareda que había visto la levantaban
dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por aquel mesmo camino de dos
diferentes partes venían, las cuales, con el polvo, no se echaron de ver hasta
que llegaron cerca. Y con tanto ahínco afirmaba don Quijote que eran ejércitos,
que Sancho lo vino a creer, y a decirle:
-Señor, pues ¿qué hemos de hacer nosotros?
-¿Qué? -dijo don Quijote-. Favorecer y
ayudar a los menesterosos y desvalidos. Y has de saber, Sancho, que este que
viene por nuestra frente le conduce y guía el gran emperador Alífanfarón, señor
de la grande isla Trapobana; este otro que a mis espaldas marcha es el de su
enemigo el rey de los garamantas, Pentapolin del Arremangado Brazo, porque
siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.
-Pues ¿por qué se quieren tan mal estos
dos señores? -preguntó Sancho.
-Quiérense mal -respondió don Quijote-
porque este Alifanfarón es un furibundo pagano, y está enamorado de la hija de
Pentapolin, que es una muy fermosa y, además, agraciada señora y es cristiana,
y su padre no se la quiere entregar al rey pagano si no deja primero la ley de
su falso profeta Mahoma, y se vuelve a la suya.
-¡Para mis barbas -dijo Sancho-, si no
hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere!
-En eso harás lo que debes, Sancho –dijo
don Quijote-; porque para entrar en batallas semejantes no se requiere ser
armado caballero.
-Bien se me alcanza eso -respondió
Sancho-; pero ¿dónde pondremos a este asno, que estemos ciertos de hallarle
después de pasada la refriega? Porque el entrar en ella en semejante caballería
no creo que está en uso hasta agora.
-Así es verdad -dijo don Quijote-. Lo que
puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras, ora se pierda o no; porque serán
tantos los caballos que tendremos después que salgamos vencedores, que aun
corre peligro Rocinante no le trueque por otro. Pero estáme atento y mira; que
te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos
ejércitos vienen. Y para que mejor los veas y notes, retirémonos a aquel
altillo que allí se hace, de donde se deben de descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo ansí, y pusiéronse sobre una
loma, desde la cual se vieran bien las dos manadas que a don Quijote se le
hicieron ejércitos, si las nubes del polvo que levantaban no les turbara y
cegara la vista; pero, con todo esto, viendo en su imaginación lo que no veía
ni había, con voz levantada comenzó a decir:
-Aquel caballero que allí ves de las armas
jaldes, que trae en el escudo un león coronado, rendido a los pies de una
doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de Plata; el otro de las
armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres coronas de plata en
campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia; el otro de los
miembros giganteos, que está a su derecha mano, es el nunca medroso
Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene armado de aquel
cuero de semiente, y tiene por escudo una pueda, que, según es fama, es una de
las del templo que derribó Sansón, cuando con su muerte se vengó de sus enemigos.
Pero vuelve los ojos a estotra parte, y verás delante y en la frente destotro
ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de
la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles, azules,
verdes, blancas y amarillas, y trae en el escudo un gato de oro en campo
leonado, con una letra que dice: Miau, que es el principio del nombre de
su dama, que, según se dice, es la sin par Miulina, hija del duque Alfeñiquén
del Algarbe; el otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana,
que trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa alguna,
es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papín, señor de las
baronías de Utrique; el otro, que bate las ijadas con los herrados carcaños a
aquella pintada y ligera cebra y trae las armas de los veros azules, es el
poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el
escudo una esparraguera, con una letra en castellano que dice así: Rastrea mi
suerte.
Y desta manera fue nombrando muchos
caballeros del uno y del otro escuadrón, que él se imaginaba, y a todos les dio
sus armas, colores, empresas y motes, de improviso, llevado de la imaginación
de su nunca vista locura, y, sin parar, prosiguió diciendo:
-A este escuadrón frontero forman y hacen
gentes de diversas naciones: aquí están los que beben las dulces aguas del
famoso Xanto; los montuosos que pisan los masílicos campos; los que criban el
finísimo y menudo oro en la felice Arabia; los que gozan las famosas y frescas
riberas del claro Termodonte; los que sangran por muchas y diversas vías al
dorado Pactolo; y los númidas, dudosos en sus promesas; los persas, arcos y
flechas famosos; los partos, los medos, que pelean huyendo; los árabes, de
mudables casas; los citas, tan crueles como blancos; los etíopes, de horadados
labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los
nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben las corrientes
cristalinas del olivífero Betis; los que tersan y pulen sus rostros con el
licor del siempre rico y dorado Tajo; los que gozan las provechosas aguas del
divino Genil; los que pisan los tartesios campos, de pastos abundantes; los que
se alegran en los elíseos jerezanos prados; los manchegos, ricos y coronados de
rubias espigas; los de hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda;
los que en Pisuerga se bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente; los que su ganado
apacientan en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su
escondido curso; los que tiemblan con el frío del silvoso Pirineo y con los
blancos copos del levantado Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en si
contiene y encierra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas
naciones nombró, dándole a cada una, con maravillosa presteza. los atributos
que le pertenecían, todo absorto y empapado en lo que había leído en sus libros
mentirosos! Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras, sin hablar ninguna. y
de cuando en cuando volvía la cabeza a ver si veía los caballeros y gigantes
que su amo nombraba; y como no descubría a ninguno, le dijo:
-Señor, encomiendo al diablo hombre, ni
gigante. ni caballero de cuantos vuestra merced dice, parece por todo esto; a
lo menos, yo no los veo; quizá todo debe ser encantamento, como los fantasmas
de anoche.
-¿Cómo dices eso? -respondió don Quijote-.
¿No oyes el relinchar de los caballos, el tocar de los clarines, el ruido de
los atambores?
-No oigo otra cosa -respondió Sancho- sino
muchos balidos de ovejas y carneros.
Y así era la verdad, porque ya llegaban
cerca los dos rebaños.
-El miedo que tienes -dijo don Quijote- te
hace, Sancho. que ni veas ni oyas a derechas, porque uno de los efectos del
miedo es turbar los sentidos y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si
es que tanto temes, retírate a una parte y déjame solo; que solo basto a dar la
victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda.
Y diciendo esto, puso las espuelas a
Rocinante y. puesta la lanza en el ristre, bajó de la costezuela como un rayo.
Dióle voces Sancho, diciéndole:
-¡Vuélvase vuestra merced. señor don
Quijote; que voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir!
¡Vuélvase, desdichado del padre que me engendró! ¿Qué locura es ésta? Mire que
no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos. ni armas. ni escudos partidos ni
enteros, ni veros azules ni endiablados. ¿Qué es lo que hace?, ¡pecador soy yo
a Dios! Ni por ésas volvió don Quijote: antes en altas voces iba diciendo:
-¡Ea, caballeros, los que seguís y
militáis debajo de las banderas del valeroso emperador Pentapolín del
Arremangado Brazo, seguidme todos; veréis cuán fácilmente le doy venganza de su
enemigo Alifanfarón de la Trapobana!
Esto diciendo, se entró por medio del
escuadrón de las ovejas, y comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo
como si de veras alanceara a sus mortales enemigos. Los pastores y ganaderos
que con la manada venían dábanle voces que no hiciese aquello: pero, viendo que
no aprovechaban. desciñéronse las hondas y comenzaron a saludalle los oídos con
piedras como el puño. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes,
discurriendo a todas partes, decía:
-¿Adónde estás, soberbio Alifanfarón?
Vente a mí; que un caballero solo soy, que desea, de solo a solo, probar tus fuerzas
y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo y,
dándole en un lado, le sepultó dos costillas en el cuerno. Viéndose tan
maltrecho, creyó, sin duda, que estaba muerto o malferido y, acordándose de su
licor, sacó su alcuza, y púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el
estómago: mas, antes que acabase de envasar lo que a él le parecía que era
bastante, llegó otra almendra y diole en la mano y en el alcuza, tan de lleno,
que se la hizo pedazos, llevándole, de camino, tres o cuatro dientes y muelas
de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano. Tal fue el golpe primero, y tal el segundo,
que le fue forzoso al pobre caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse
a él los pastores y creyeron que le habían muerto: y así, con mucha priesa
recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de siete, y
sin averiguar otra cosa, se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la
cuesta. mirando las locuras que su amo hacía, y arrancábase las barbas.
maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había dado a conocer.
Viéndole. pues. caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de
la cuesta y llegóse a él, y haltóle de muy mal arte, aunque no había perdido el
sentido. y díjole:
-¿No le decía yo, señor don Quijote, que
se volviese. que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de
carneros?
-Como eso puede desaparecer y contrahacer
aquel ladrón del sabio mi enemigo. Sábete. Sancho. que es muy fácil cosa a los
tales hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue.
envidioso de la gloria que vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha
vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no, haz una cosa,
Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo:
sube en tu asno y síguelos bonitamente, y verás cómo. en alejándose de aquí
algún poco. se vuelven en su ser primero, y dejando de ser carneros, son
hombres hechos y derechos, como yo te los pinté primero. Pero no vayas agora,
que he menester tu favor y ayuda: llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes
me faltan; que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca, que casi le
metía los ojos en la boca; y fue a tiempo que ya había obrado el bálsamo en el
estómago de don Quijote. y al tiempo que Sancho llegó a mirarle la boca, arrojó
de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en
las barbas del compasivo escudero.
-¡Santa María! -dijo Sancho-, ¿y qué es
esto que me ha sucedido? Sin duda este pecador está herido de muerte, pues
vomita sangre por la boca.
Pero reparando un poco más en ello, echó
de ver en la color, sabor y olor que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza,
que él le había visto beber; y fue tanto el asco que tomó, que, revolviéndosele
el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como
de perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con qué limpiarse
y con qué curar a su amo, y como no las halló, estuvo a punto de perder el
juicio. Maldíjose de nuevo y propuso en su corazón de dejar a su amo y volverse
a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del
gobierno de la prometida ínsula.
Levantóse, en esto, don Quijote y, puesta
la mano izquierda en la boca, porque no se le acabasen de salir los dientes,
asió con la otra las riendas de Rocinante, que nunca se había movido de junto a
su amo (tal era de leal y bien acondicionado), y fuese adonde su escudero
estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla, en guisa de hombre
pensativo además. Y viéndole don Quijote de aquella manera, con muestras de
tanta tristeza, le dijo:
-Sábete, Sancho, que no es un hombre más
que otro si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son
señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedemos bien las
cosas; porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se
sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca. Así, que no
debes congojarte por las desgracias que a mi me suceden, pues a ti no te cabe
parte dellas.
-¿Cómo no? -respondió Sancho-. Por
ventura, el que ayer mantearon, ¿era otro que el hijo de mi padre? Y las
alforjas que hoy me faltan con todas mis alhajas. ¿son de otro que del mismo?
-¿Que te faltan las alforjas, Sancho?
–dijo don Quijote.
-Sí que me faltan -respondió Sancho.
-Dese modo, no tenemos qué comer hoy
-replicó don Quijote.
-Eso fuera -respondió Sancho- cuando
faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced dice que conoce, con
que suelen suplir semejantes faltas los tan malaventurados andantes caballeros
como vuestra merced es.
-Con todo eso -respondió don Quijote-,
tomara yo más ama un cuartal de pan, o una hogaza y dos cabezas de sardinas
arenques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aun que fuera el ilustrado
por el doctor Laguna. Mas, con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno,
y yente tras mí: que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar,
y más andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos
del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua, y es
tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre
los injustos y justos.
-Más bueno era vuestra merced -dijo
Sancho- para predicador que para caballero andante.
-De todo sabían y han de saber los
caballeros andantes, Sancho -dijo don Quijote-; porque caballero andante hubo en
los pasados siglos que así se paraba a hacer un sermón o plática en mitad de un
campo real como si fuera graduado por la Universidad de París; de donde se
infiere que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza.
-Ahora bien, sea así como vuestra merced
dice -respondió Sancho-; vamos ahora de aquí, y procuremos donde alojar esta
noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni
fantasmas, ni moros encantados; que silos hay, daré al diablo el hato y el
garabato.
-Pídeselo tú a Dios, hijo -dijo don
Quijote-, y guía tú por donde quisieres; que esta vez quiero dejar a tu
elección el alojarnos. Pero dame acá la mano, y atiéntame con el dedo, y mira
bien cuantos dientes y muelas me faltan deste lado derecho, de la quijada alta;
que allí siento el dolor.
Metió Sancho los dedos, y estándole
tentando, le dijo:
-¿Cuántas muelas solía vuestra merced
tener en esta parte?
-Cuatro -respondió don Quijote-, fuera de
la cordal, todas enteras y muy sanas.
-Mire vuestra merced bien lo que dice,
señor -respondió Sancho.
-Digo cuatro, si no eran cinco –respondió
don Quijote-; porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca,
ni se me ha caído, ni comido de neguijón ni de reuma alguna.
-Pues en esta parte de abajo -dijo Sancho-
no tiene vuestra merced más de dos muelas y media; y en la de arriba, ni media,
ni ninguna; que toda está rasa como la palma de la mano.
-¡Sin
ventura yo! -dijo don Quijote,
oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba-; que más quisiera que me hubieran
derribado un brazo, como no fuera el de la espada. Porque te hago saber,
Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha
de estimar un diente que un diamante. Mas a todo esto estamos sujetos los que
profesamos la estrecha orden de la caballería; sube, amigo, y guía; que yo te
seguiré al paso que quisieres.
Hízolo así Sancho y encaminóse hacia donde
le pareció que podía hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por
allí iba muy seguido.
Yéndose, pues, poco a poco, porque el
dolor de las quijadas de don Quijote no le dejaba sosegar ni atender a darse
priesa, quiso Sancho entretenelle y divertille diciéndole alguna cosa, y entre
otras que le dijo, fue lo que se dirá en el siguiente capitulo.